Aún estaban limpiando las cenizas de uno de los mayores incendios forestales de su historia cuando el coronavirus entró por la puerta trasera en Melbourne . Eso fue en marzo. El Gobierno australiano no tardó en cerrar establecimientos, playas y aislar a todo el que llegara del extranjero. Dos meses después, en todo el país, la cifra de muertos no superaba la centena y los contagios no llegaban a 7.000, entonces se empezaron a levantar las restricciones.
“La exitosa receta australiana para controlar la pandemia”, rezaban algunos titulares. Pero llegó una segunda ola al estado de Victoria, con especial fijación en su ciudad más grande, Melbourne, barriendo la nueva normalidad a la que ya se habían acostumbrado sus más de cinco millones de habitantes.
El 7 de julio, en medio del invierno australiano, las autoridades anunciaron que iban a confinar Melbourne hasta el 19 de agosto. Era la primera vez que una ciudad australiana echaba el candado. Varios días seguidos reportando más de un centenar de casos tuvieron la culpa. Pero los contagios siguieron subiendo, se empezó a hablar de “estado de desastre” y desapareció una posible fecha de apertura.
De los 17.923 infectados que había entonces en toda Australia, 11.500 se encontraban en Melbourne. Había una incidencia acumulada de 280 casos por 100.000 habitantes. Para hacer una comparativa: en Madrid, el 9 de octubre, cuando el Gobierno español decretó el estado de alarma en la capital, la incidencia era de 540 casos por 100.000 habitantes. En Australia, para poder frenar la expansión del virus, el jefe del Gobierno de Victoria, Daniel Andrews, anunció un paso más: decretar el toque de queda nocturno (desde las 20.00 de la tarde hasta las 5.00 de la madrugada).
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